sábado, 22 de junio de 2013

PREGÓN de las FIESTAS de SAN JUAN BAUTISTA de PALACIOS DEL ARZOBISPO (2013)




Sra. alcaldesa y demás autoridades presentes, vecinos de Palacios del Arzobispo, amigos y amigas, gracias. Aún sin haber superado el desconcierto inicial ante la invitación a pregonar las fiestas en honor de San Juan Bautista, quiero dar las gracias por haberme otorgado este inmerecido honor. Sin duda, han sido los años, y no los méritos o logros, los que me han hecho acreedora de este privilegio, que privilegio es, pues, aunque no sean muchos, hace ya suficientes años que recibí, en la pila bautismal de esta iglesia que tengo a mis espaldas, el sacramento del Bautismo. 


Precisamente el Bautismo, núcleo y esencia del ministerio de Juan, habría de dar origen al sobrenombre con que era designado: el Bautista. 


No podía haber elegido Palacios mejor patrón para honrar sus fiestas que San Juan Bautista: se trata del único santo cuya festividad conmemora su natividad y no su muerte, es decir, su alumbramiento, su nacimiento humano a la vida terrenal, y no su nacimiento a la vida eterna. Esta característica —creo— humaniza al que fuera precursor de Cristo, pues por más que la muerte sea, en el Cristianismo, solo un paso a una existencia sin fin, libre ya de las ataduras del tiempo, junto a Dios, siempre es la venida al mundo terreno un momento de especial regocijo, celebración y alegría. Y Juan vino a nacer cuando la confianza de sus padres se había desvanecido: la vejez y la esterilidad habían hecho que Zacarías e Isabel hubieran ya perdido la esperanza de concebir. Por eso, el milagroso nacimiento fue motivo de especial júbilo.


Por otro lado, también el Bautista fue pregonero, pregonero de Cristo. Y, como predecesor de Jesús, denunció la injusticia hasta perder, literalmente, la cabeza, que la perdió. Los símbolos que rodean el ministerio de Juan (el desierto, el bautismo en las aguas del Jordán, el anuncio de la venida del Mesías) representan la resistencia contra la opresión y la histórica lucha por la liberación del Pueblo de Israel. Juan, un hombre valiente, encarna la defensa de la justicia y la libertad. Aun sabiendo que será considerado subversivo, se atreve a reprobar la conducta de Herodes. Y es que resulta que Herodes Antipas repudia a su esposa legítima para unirse, adúltera e incestuosamente, a Herodías, esposa de su hermanastro, Herodes Filipo, y sobrina de ambos. Es proverbial el valor del Bautista al reprender al tetrarca por su unión ilegal, pues él sabía que enfrentarse al tirano supondría la cárcel y hasta la muerte. Pero la fe en Cristo entraña compromiso. Como ha dicho recientemente su santidad el Papa Francisco, el cristiano no puede lavarse las manos como Pilatos. Y Juan es la voz que clama en el desierto: su palabra es grito; su clamor, eco en la arena.


Muy importante debió de ser este hombre, cuando varias religiones, entre ellas el Islam (aparece en el Corán como Yahya ibn Zakariya), lo consideran uno de sus profetas.


Pero tampoco podemos olvidar los ecos paganos que subyacen bajo el aura religiosa de la fiesta de San Juan. En la Noche de San Juan, resuenan ritos antiguos que se funden con la noche más corta, la del solsticio de verano, en una amalgama secular. Nadie podrá recordar cuándo comenzaron estas celebraciones, pues, en su origen, se remontan quizá a primitivas formas de religiosidad, primeros atisbos de espiritualidad y trascendencia donde la religión y la magia se funden. Babilonios, celtas, griegos, romanos, aztecas, incas, hindúes, bereberes..., en una especie de culto universal, han alabado al sol cuando alcanza su punto más alto. 


Esa noche, millones de personas en todo el mundo, como poseídas por un ancestral espíritu, prenden las hogueras y danzan frenéticamente en torno a las llamas. El fuego, símbolo solar por excelencia, purifica y fortalece, acrisola el espíritu antes de ser purificado de nuevo por el agua y, una vez libre de la escoria del dolor, la maldad y el miedo, renacer.


Es curioso que los griegos llamaran a los solsticios "puertas" (puerta de los hombres, el solsticio de verano; puerta de los dioses, el de invierno) y que fuera Jano bifronte, el dios de las puertas, que mira al pasado y al futuro, la deidad romana de los solsticios. Juan el Bautista es el último profeta del Antiguo Testamento.  Con Cristo comienza un orden nuevo.


Pero antes la hierba aguarda, la verbena, que es baile y planta, y rezuma también antiguos ecos.

Como la tradición de los ramos, esos ramos que los mozos salían a cortar de madrugada para engalanar las ventanas de sus enamoradas, que se debe, probablemente, a reminiscencias atávicas, memorias de un añejo pasado que nos mira en lontananza.


Y es que esta noche mágica, dicen, las puertas entre los mundos se abren. Sin duda, temblarán las jambas cuando los recuerdos, en turbión, rompan las compuertas del miedo y abran una brecha en el tiempo. 


La historia de un pueblo duerme en sus anales, en sus libros históricos, en sus archivos, sean del tipo que sean; pero, sobre todo, pervive en sus gentes. Por eso, cuando alguien muere, un pedazo de la historia de todos se extingue; pero sus recuerdos no expiran con su último hálito, e incluso aquellos momentos que los papeles escritos, los vídeos o las fotos no registraron no fenecerán para siempre: formarán parte del recuerdo de todos. No se perderán en el tiempo, como decía la película, desvanecidos en las sombras del olvido, como lágrimas en la lluvia, al contrario, caerán en un letargo más alto que el silencio y, cada noche de San Juan, nos lavarán las sombras como llovizna tibia.


No he querido hoy, pues, hablar de la historia de los libros (cualquiera puede ir y despertarla de su duermevela), sino de la historia íntima de los pueblos y los hombres, la intrahistoria, que decía Unamuno, o, al menos, invocar pensamientos que evoquen esa historia profunda de cada uno.


Por eso, aunque sea día de fiesta, de gozo, de alegría, quiero acordarme de las personas que estuvieron aquí, que un día compartieron las fiestas con nosotros, y que se han ido. Cada uno tiene sus muertos; imposible nombrarlos a todos. Sin embargo, quiero mencionar a alguien a quien están ligados todos mi recuerdos de infancia, porque, aunque ningún parentesco nos unía, también lo siento como mío. Me refiero a Carlos, con quien compartí mi primer día de escuela y jugué tantas tardes, prácticamente todas, durante muchos años. Sirva Carlos, pues, para recordar a todos aquellos que se fueron a destiempo, con toda la vida en la mirada y un futuro, en los pasos, de sueños por cumplir.


Pero ¡qué difícil —¿verdad?— domeñar la brida del tiempo!; apenas en un instante discurren los años. «Mientras hablamos —decía un poeta muy antiguo— huye la vida». Por tanto, aprovechemos el día, huidizo, y disfrutemos; cesen las palabras, y que empiece la fiesta.




¡Viva Palacios del Arzobispo!

















¡Vivan las fiestas de San Juan Bautista!


















sábado, 1 de junio de 2013

Cuentos de Navidad (Parte II)


Si hay un cuento navideño por excelencia, ese es, sin duda, Cuento de Navidad (Charles Dickens, 1843). Como bien es sabido, el relato, típicamente victoriano, discurre entre la tenebrosidad de la novela gótica y la sordidez de la realista. Nos abisma en la oscura realidad londinense del siglo XIX, pero, aún más adentro y más allá, trasciende lo tangible y nos sepulta en la negrura de la miseria humana. Se trata de un viaje de doble itinerario: exterior e interior a un tiempo, un vuelo desde las alturas que permite a Scrooch (que nos permite) otear el discurrir de la vida de sus conciudadanos y, a la vez, atisbar su propio pasado, presente y futuro.

Poco podía imaginar Charles Dickens que A Christmas Carol se convertiría en uno de los cuentos más veces adaptados de la historia, menos aún que sería el cine (arte nonato en tiempos del escritor inglés) el receptáculo que le prodigaría una mejor acogida. Desde los inicios del cine, el villancico de Dickens fue adaptado en repetidas ocasiones (sin duda porque, al tratarse de una historia harto conocida, resultaba ideal para el breve metraje de los comienzos). Scrooge; or Marley’s Ghost (Walter R. Booth, 1901) es la primera adaptación conservada. Sin embargo, más de un siglo después, cuando el labrantío de los remakes navideños dickensianos parecía ya agostado, Robert Zemeckis nos sorprende con un fruto nuevo. Entre ambas versiones se han sucedido múltiples películas cuyo punto de vista, aunque palpable, se halla habitualmente supeditado a la voluntad de ofrecer un discurso fiel al texto original. Esto no resta a esas versiones, sin embargo, un ápice de originalidad, menos de calidad, antes bien me parece un acierto, pues resulta particularmente de mi agrado el reconocer en el filme, como si de un espejo se tratara, el texto escrito que gocé con anterioridad, sin que ello merme la capacidad del azogue para deformar la imagen que refleja y hasta para discriminar determinados elementos.

No obstante, más absurdo y superfluo que crear una nueva interpretación fílmica de la obra de Dickens es, seguramente, ofrecer un comentario más acerca de cualquiera de esas versiones, pero mi condición de espectadora ignorante paliará —espero— mi culpa al contribuir con cierta osadía a esta redundancia ad infinitum.

El argumento es de sobra conocido: Ebenezer Scrooge es un viejo mezquino y amargado que enarbola la bandera de la misantropía. Cautivo de sus propias cadenas, las que él mismo ha ido forjando, las que quizá habrá de ceñirse, como su difunto socio Joseph Marley, por toda la eternidad. Pero en Nochebuena todo parece posible y, tras la súbita aparición del fantasma de Marley, que le anuncia la inminente visita de tres espíritus (el de la Navidad pasada, el de la presente y el de la futura), estos harán acto de presencia para brindar al avaro workaholic decimonónico una última oportunidad para resarcir el mal ocasionado, subsanar los errores y, en definitiva, redimirse.

Indudablemente, el director de A Christmas Carol (2009) se ha ceñido con innegable exactitud a la obra que adapta (guión, imaginería, ambientación, etc.), pero no es absolutamente fiel al cuento original; se diría que sacrifica la emoción en aras de la pirueta visual, lo cual bien puede tomarse como un intento de limar el patetismo y el sentimentalismo exacerbado, y hasta morboso, del gusto de Dickens en tiempos menos dados a tales efusiones de ánimo. Sin embargo, consigue un gran logro: por primera vez podemos disfrutar, gracias a la motion capture (tras un largo proceso que, sin duda, parte de la picture capture y pasa por el rotoscopio), de fantasía e imaginación verosímiles. El fantasma que nos ofrece Zemeckis ya no es el teatral y artificioso de Scrooch (Ronald Neame, 1970) cuyos torpes vuelos siempre me recuerdan al primer Superman televisivo (1948). Indudablemente, aquellos efectos especiales, intrínsecamente unidos a una determinada época, supusieron un gran logro por aquel entonces, si bien ni siquiera los entusiasmados espectadores de antaño lograron borrar la soga y el arnés que sujetaban a sus actores al techo.

Ha sido preciso esperar a 2009 para ver volar a Scrooch y sus espíritus navideños con la fluidez y la agilidad vislumbrada a través de las palabras de Dickens (aun cuando los personajes pequen de cierto anquilosamiento), en una extraña mezcla que conjuga la irrealidad de la animación y una especie de hiperrealismo decimonónico que torna palpable el contexto sociohistórico que evoca. Ahora bien, cuando la acción desborda los límites de lo esperado (valga citar, por poner un ejemplo, la archicriticada escena de la persecución de la carroza o la tremenda caída de Scrooge desde lo alto —en su origen, latino, significaba también 'profundo'—) una no puede menos que preguntarse por la coherencia de tal elemento, por el modo en que contribuye al desarrollo de la trama. La iconicidad de las imágenes revela una intención plástica en la que el movimiento, uniforme o no, acelerado o decelerado, adquiere protagonismo. Considero la escena frenética de la carroza un punto álgido necesario al final de la espiral de la pesadilla, y las arritmias del film, la representación desacompasada de los vaivenes del sueño angustiado.

Hay quien dice que el film no es apto para niños porque es muy tenebroso. Deduzco que tampoco a Dickens lo consideran adecuado para el público infantil: la oscuridad, ya se sabe, evoca en el imaginario colectivo terrores ancestrales y en la idea de la muerte, presente de forma recurrente a lo largo de A Christmas Carol, se concentra el terror humano. Es lógico: la realidad o su reflejo no son aptos para tiernos infantes. Y sin embargo, me permito recordar aquí la famosa conferencia de Federico García Lorca sobre las nanas infantiles.

No podemos olvidar otro gran acierto de esta última revisitación de Cuento de Navidad: las voces, es decir, el hecho de que Jim Carrey ponga voz a siete personajes distintos, no solo a Scrooge, pues las seis restantes también le pertenecen; son sus voces interiores.

La retahíla es larga; las películas que la componen, de calidad desigual; si bien, al fin y al cabo, cada una de ellas, engalana, llena y hermosea ese vasto corpus literario-cinematográfico de límites difusos, desde la primitiva de 1901, con aquel peculiar e incluso pueril fantasma envuelto en una sábana blanca, hasta el expresionismo del espectáculo visual de Zemeckis, pasando por el patetismo sentimental de la magnífica Scrooge (1935), con la excelente interpretación de Seymour Hicks (Ebenezer Scrooge) y de Donald Calthrop (Tom Crachit) y rebosante de escenas henchidas de emotividad (recuérdese la ternura de Crachit con el pequeño Tiny Tim o la conversión de Scrooge, tan verosímil que nos devuelve la fe en los milagros). Igualmente excepcional es la versión homónima de Brian Desmond Hurst (Scrooch, 1951), sobre todo en virtud de la actuación única e irrepetible de Alastair Sim, donde la sobriedad y el humor sarcástico se funden para crear un personaje inolvidable, tan especial como el creado por Michel Caine, con su mirada socarrona, en compañía de los teleñecos (The Muppet Christmas Carol, Brian Henson, 1992). Más de cien años han transcurrido entre la popular adaptación de Thomas Edison, de 1907, y la película de Zemeckis, pero al final, como siempre, asistimos a la catarsis de Scrooge (acaso a la nuestra propia). Pero ¿es posible un cambio de tal magnitud o habremos de afrontar la conocida frase de Joseph Conrad y admitir “que el tigre no puede cambiar sus rayas ni el leopardo sus manchas”?

Recordemos el desgraciado final que aguarda a las hermanas de Bella en ese otro estupendo cuento de hadas, La Bella y la Bestia: apresadas por siempre en cuerpos de piedra, testigos mudos de una felicidad ajena, porque es un milagro que pueda convertirse un corazón perverso y envidioso.

Y sin embargo, creamos, porque el milagro existe y, ya se sabe, es un hecho cotidiano.

Cuentos de Navidad (Parte I)

Cada diciembre, los cuentos navideños, tras meses sumidos en un estado de hibernación, parecen despertar de su extenso letargo. Envueltos en un halo de sopor, aprendido a fuerza de una periodicidad anual de siglos, regresan cada invierno para impregnar la Navidad con su sombra de melancolía. Tienen la frescura y la alegría triste de las narraciones que fueron germen de los primeros relatos navideños: los Evangelios de San Mateo y San Lucas, probablemente. Son bálsamo de fantasía, sonrisa de sargazo, mirada ensoñadora de tristeza y manos de corales. Vuelven y lastran los recuerdos y hacen crecer silencios en cada gota de agua que hurtan a los ojos. Traen, por si la noche duele y se entraña, cristales de memoria que azulean.

Todos tenemos nuestros propios cuentos, historias navideñas que evocamos, relatos de invierno que avivan emociones olvidadas cuando el frío es tan denso que atenaza las sombras. A veces buscamos en ellos la caricia del espino, un roce tibio que araña el alma; otras, fulgores de antaño, alegrías muertas que —quién sabe cómo— vuelven, por un instante, a la vida.

El cine, ya lo dijo Manuel Gutiérrez Aragón, fagocitó las artes y —creo— aprehendió los cuentos. Los cineastas comprendieron enseguida la importancia de ese tipo de relatos y, con mejor o peor fortuna, los adaptaron pronto al celuloide. Una vez superado el entusiasmo inicial por filmar la vida en movimiento (La sortie des usines Lumière o L’arroseur arrosé de los hermanos Lumière, ambas de 1985, o Salida de misa de doce del Pilar de Zaragoza, filmada en 1896 por Eduardo Jimeno), por primera vez se abría la caja de la fantasía, se derribaban los muros de la imaginación y los ojos penetraban el reino de los sueños (ajenos, lamentablemente, en muchos casos). Georges Méliès fue pionero en el arte de la magia cinematográfica; con su Viaje a la luna (Le voyage dans la lune, 1902) la ficción adquiere carta de naturaleza en la gran pantalla y nace lo que César Arconada llamaría proyector de luna.

Recuerdo la emoción indeleble que me produjo El Príncipe Feliz (1888) de Oscar Wilde, un delicioso cuento de profunda delicadeza que, lamentablemente, solo cuenta con una adaptación cinematográfica (The Happy Prince, 1974, dirigida y adaptada por Michael Mills) —nunca, según creo, estrenada en España—. Se trata, sin duda, de una pequeña joya, que nunca llegó a producirme, sin embargo, tan intensa emoción como el relato original. Y es que las palabras de Wilde ejercían sobre mí una enigmática fascinación que aquellos dibujos animados fueron incapaces de imitar. Intuía en aquella golondrina ejemplar una especie de psicopompo que había de liberar el alma del príncipe, enrejada en su cuerpo de oro, y acompañarla al cielo.

Otro cuento de hadas de exquisita belleza que acompañó mis tardes invernales fue El ruiseñor y la rosa (The Nightingale and the Rose, de 1888, en el original inglés), adaptado al cine, por única vez, en 1997, por Alfredo E. Rivas. Desafortunadamente, tampoco la versión del director y guionista puertorriqueño ha logrado devolverme aquellas caricias de aguijones. Porque supe, en el libro, del amor y de la muerte al ritmo lento con que brota una rosa roja al claro de luna, al compás del canto acrisolado en el dolor profundo de la espina, tan hondo, tan alto que mi propio corazón dejó una gota de sangre en aquel jardín nevado.

Esa misma aflicción profunda que se acrecienta hasta el hálito postrero sentí al contemplar a la vendedora de fósforos, tan desvalida, apagándoseme lentamente, con cada copo de nieve que rozaba sus pestañas, en cada leve resplandor ígneo.

Varias versiones fílmicas pude ver del clásico de Hans Christian Andersen, pero ninguna me pareció tan especial como aquella primera película muda titulada The Little Match Seller (James Williamson, 1902) en la que, a través del empleo de dobles exposiciones, las paredes se volvían transparentes y dejaban ver las visiones de la niña. Solo la fábrica de fantasía de Walt Disney consiguió devolverme, en 2006, retazos de mi sueño.

Resultaría tedioso continuar enumerando sombras —cada uno tiene sus cuentos—. Simplemente, conjurémoslas para que vuelvan, invoquemos su presencia aunque solo sea en Navidad y miremos las estrellas como recomendaba El principito. La única versión cinematográfica que vi fue el estupendo musical de Stanley Donen (The Little Prince, 1974), pero una vez más, a pesar de Gene Wilder (el zorro) y de Richard Kiley (el piloto), me decepcionó. Con el Principito (Antoine de Saint-Exupéry, 1943) aprendí que “no se ve bien sino con el corazón porque lo esencial es invisible a los ojos” y a no dejar nunca de ver lo que hay dentro de una caja cerrada; comprendí “que es el tiempo que has perdido con tu rosa —única— lo que hace tu rosa tan importante” y que uno es responsable para siempre de su flor y qué significa "domesticar" y el color del trigo y muchas otras cosas, porque Le Petit Prince, para mí, también fue un cuento de invierno.