Sra. alcaldesa
y demás autoridades presentes, vecinos de Palacios del Arzobispo, amigos y
amigas, gracias. Aún sin haber superado el desconcierto inicial ante la
invitación a pregonar las fiestas en honor de San Juan Bautista, quiero dar las
gracias por haberme otorgado este inmerecido honor. Sin duda, han sido los años,
y no los méritos o logros, los que me han hecho acreedora de este privilegio, que
privilegio es, pues, aunque no sean muchos, hace ya suficientes años que recibí,
en la pila bautismal de esta iglesia que tengo a mis espaldas, el sacramento
del Bautismo.
Precisamente
el Bautismo, núcleo y esencia del ministerio de Juan, habría de dar origen al
sobrenombre con que era designado: el Bautista.
No podía haber
elegido Palacios mejor patrón para honrar sus fiestas que San Juan Bautista: se
trata del único santo cuya festividad conmemora su natividad y no su muerte, es
decir, su alumbramiento, su nacimiento humano a la vida terrenal, y no su
nacimiento a la vida eterna. Esta característica —creo— humaniza al que fuera
precursor de Cristo, pues por más que la muerte sea, en el Cristianismo, solo
un paso a una existencia sin fin, libre ya de las ataduras del tiempo, junto a
Dios, siempre es la venida al mundo terreno un momento de especial regocijo,
celebración y alegría. Y Juan vino a nacer cuando la confianza de sus padres se
había desvanecido: la vejez y la esterilidad habían hecho que Zacarías e Isabel
hubieran ya perdido la esperanza de concebir. Por eso, el milagroso nacimiento fue
motivo de especial júbilo.
Por otro lado,
también el Bautista fue pregonero, pregonero de Cristo. Y, como predecesor de
Jesús, denunció la injusticia hasta perder, literalmente, la cabeza, que la
perdió. Los símbolos que rodean el ministerio de Juan (el desierto, el bautismo
en las aguas del Jordán, el anuncio de la venida del Mesías) representan la
resistencia contra la opresión y la histórica lucha por la liberación del
Pueblo de Israel. Juan, un hombre valiente, encarna la defensa de la justicia y
la libertad. Aun sabiendo que será considerado subversivo, se atreve a reprobar
la conducta de Herodes. Y es que resulta que Herodes Antipas repudia a su
esposa legítima para unirse, adúltera e incestuosamente, a Herodías, esposa de
su hermanastro, Herodes Filipo, y sobrina de ambos. Es proverbial el valor del
Bautista al reprender al tetrarca por su unión ilegal, pues él sabía que
enfrentarse al tirano supondría la cárcel y hasta la muerte. Pero la fe en
Cristo entraña compromiso. Como ha dicho recientemente su santidad el Papa
Francisco, el cristiano no puede lavarse las manos como Pilatos. Y Juan es la
voz que clama en el desierto: su palabra es grito; su clamor, eco en la arena.
Muy importante
debió de ser este hombre, cuando varias religiones, entre ellas el Islam (aparece
en el Corán como Yahya ibn Zakariya), lo
consideran uno de sus profetas.
Pero tampoco
podemos olvidar los ecos paganos que subyacen bajo el aura religiosa de la
fiesta de San Juan. En la Noche de San Juan, resuenan ritos antiguos que se
funden con la noche más corta, la del solsticio de verano, en una amalgama
secular. Nadie podrá recordar cuándo comenzaron estas celebraciones, pues, en
su origen, se remontan quizá a primitivas formas de religiosidad, primeros
atisbos de espiritualidad y trascendencia donde la religión y la magia se
funden. Babilonios, celtas, griegos, romanos, aztecas, incas, hindúes,
bereberes..., en una especie de culto universal, han alabado al sol cuando
alcanza su punto más alto.
Esa noche,
millones de personas en todo el mundo, como poseídas por un ancestral espíritu,
prenden las hogueras y danzan frenéticamente en torno a las llamas. El fuego, símbolo
solar por excelencia, purifica y fortalece, acrisola el espíritu antes de ser
purificado de nuevo por el agua y, una vez libre de la escoria del dolor, la
maldad y el miedo, renacer.
Es curioso que
los griegos llamaran a los solsticios "puertas" (puerta de los
hombres, el solsticio de verano; puerta de los dioses, el de invierno) y que
fuera Jano bifronte, el dios de las puertas, que mira al pasado y al futuro, la
deidad romana de los solsticios. Juan el Bautista es el último profeta del
Antiguo Testamento. Con Cristo comienza
un orden nuevo.
Pero antes la
hierba aguarda, la verbena, que es baile y planta, y rezuma también antiguos
ecos.
Como la
tradición de los ramos, esos ramos que los mozos salían a cortar de madrugada
para engalanar las ventanas de sus enamoradas, que se debe, probablemente, a
reminiscencias atávicas, memorias de un añejo pasado que nos mira en
lontananza.
Y es que esta
noche mágica, dicen, las puertas entre los mundos se abren. Sin duda, temblarán
las jambas cuando los recuerdos, en turbión, rompan las compuertas del miedo y
abran una brecha en el tiempo.
La historia de
un pueblo duerme en sus anales, en sus libros históricos, en sus archivos, sean
del tipo que sean; pero, sobre todo, pervive en sus gentes. Por eso, cuando
alguien muere, un pedazo de la historia de todos se extingue; pero sus
recuerdos no expiran con su último hálito, e incluso aquellos momentos que los
papeles escritos, los vídeos o las fotos no registraron no fenecerán para
siempre: formarán parte del recuerdo de todos. No se perderán en el tiempo, como
decía la película, desvanecidos en las sombras del olvido, como lágrimas en la
lluvia, al contrario, caerán en un letargo más alto que el silencio y, cada
noche de San Juan, nos lavarán las sombras como llovizna tibia.
No he querido
hoy, pues, hablar de la historia de los libros (cualquiera puede ir y
despertarla de su duermevela), sino de la historia íntima de los pueblos y los
hombres, la intrahistoria, que decía Unamuno, o, al menos, invocar pensamientos
que evoquen esa historia profunda de cada uno.
Por eso,
aunque sea día de fiesta, de gozo, de alegría, quiero acordarme de las personas
que estuvieron aquí, que un día compartieron las fiestas con nosotros, y que se
han ido. Cada uno tiene sus muertos; imposible nombrarlos a todos. Sin embargo,
quiero mencionar a alguien a quien están ligados todos mi recuerdos de
infancia, porque, aunque ningún parentesco nos unía, también lo siento como
mío. Me refiero a Carlos, con quien compartí mi primer día de escuela y jugué
tantas tardes, prácticamente todas, durante muchos años. Sirva Carlos, pues,
para recordar a todos aquellos que se fueron a destiempo, con toda la vida en
la mirada y un futuro, en los pasos, de sueños por cumplir.
Pero ¡qué
difícil —¿verdad?— domeñar la brida del tiempo!; apenas en un instante
discurren los años. «Mientras hablamos —decía un poeta muy antiguo— huye la
vida». Por tanto, aprovechemos el día, huidizo, y disfrutemos; cesen las
palabras, y que empiece la fiesta.
¡Viva Palacios
del Arzobispo!
¡Vivan las
fiestas de San Juan Bautista!