sábado, 22 de junio de 2013

PREGÓN de las FIESTAS de SAN JUAN BAUTISTA de PALACIOS DEL ARZOBISPO (2013)




Sra. alcaldesa y demás autoridades presentes, vecinos de Palacios del Arzobispo, amigos y amigas, gracias. Aún sin haber superado el desconcierto inicial ante la invitación a pregonar las fiestas en honor de San Juan Bautista, quiero dar las gracias por haberme otorgado este inmerecido honor. Sin duda, han sido los años, y no los méritos o logros, los que me han hecho acreedora de este privilegio, que privilegio es, pues, aunque no sean muchos, hace ya suficientes años que recibí, en la pila bautismal de esta iglesia que tengo a mis espaldas, el sacramento del Bautismo. 


Precisamente el Bautismo, núcleo y esencia del ministerio de Juan, habría de dar origen al sobrenombre con que era designado: el Bautista. 


No podía haber elegido Palacios mejor patrón para honrar sus fiestas que San Juan Bautista: se trata del único santo cuya festividad conmemora su natividad y no su muerte, es decir, su alumbramiento, su nacimiento humano a la vida terrenal, y no su nacimiento a la vida eterna. Esta característica —creo— humaniza al que fuera precursor de Cristo, pues por más que la muerte sea, en el Cristianismo, solo un paso a una existencia sin fin, libre ya de las ataduras del tiempo, junto a Dios, siempre es la venida al mundo terreno un momento de especial regocijo, celebración y alegría. Y Juan vino a nacer cuando la confianza de sus padres se había desvanecido: la vejez y la esterilidad habían hecho que Zacarías e Isabel hubieran ya perdido la esperanza de concebir. Por eso, el milagroso nacimiento fue motivo de especial júbilo.


Por otro lado, también el Bautista fue pregonero, pregonero de Cristo. Y, como predecesor de Jesús, denunció la injusticia hasta perder, literalmente, la cabeza, que la perdió. Los símbolos que rodean el ministerio de Juan (el desierto, el bautismo en las aguas del Jordán, el anuncio de la venida del Mesías) representan la resistencia contra la opresión y la histórica lucha por la liberación del Pueblo de Israel. Juan, un hombre valiente, encarna la defensa de la justicia y la libertad. Aun sabiendo que será considerado subversivo, se atreve a reprobar la conducta de Herodes. Y es que resulta que Herodes Antipas repudia a su esposa legítima para unirse, adúltera e incestuosamente, a Herodías, esposa de su hermanastro, Herodes Filipo, y sobrina de ambos. Es proverbial el valor del Bautista al reprender al tetrarca por su unión ilegal, pues él sabía que enfrentarse al tirano supondría la cárcel y hasta la muerte. Pero la fe en Cristo entraña compromiso. Como ha dicho recientemente su santidad el Papa Francisco, el cristiano no puede lavarse las manos como Pilatos. Y Juan es la voz que clama en el desierto: su palabra es grito; su clamor, eco en la arena.


Muy importante debió de ser este hombre, cuando varias religiones, entre ellas el Islam (aparece en el Corán como Yahya ibn Zakariya), lo consideran uno de sus profetas.


Pero tampoco podemos olvidar los ecos paganos que subyacen bajo el aura religiosa de la fiesta de San Juan. En la Noche de San Juan, resuenan ritos antiguos que se funden con la noche más corta, la del solsticio de verano, en una amalgama secular. Nadie podrá recordar cuándo comenzaron estas celebraciones, pues, en su origen, se remontan quizá a primitivas formas de religiosidad, primeros atisbos de espiritualidad y trascendencia donde la religión y la magia se funden. Babilonios, celtas, griegos, romanos, aztecas, incas, hindúes, bereberes..., en una especie de culto universal, han alabado al sol cuando alcanza su punto más alto. 


Esa noche, millones de personas en todo el mundo, como poseídas por un ancestral espíritu, prenden las hogueras y danzan frenéticamente en torno a las llamas. El fuego, símbolo solar por excelencia, purifica y fortalece, acrisola el espíritu antes de ser purificado de nuevo por el agua y, una vez libre de la escoria del dolor, la maldad y el miedo, renacer.


Es curioso que los griegos llamaran a los solsticios "puertas" (puerta de los hombres, el solsticio de verano; puerta de los dioses, el de invierno) y que fuera Jano bifronte, el dios de las puertas, que mira al pasado y al futuro, la deidad romana de los solsticios. Juan el Bautista es el último profeta del Antiguo Testamento.  Con Cristo comienza un orden nuevo.


Pero antes la hierba aguarda, la verbena, que es baile y planta, y rezuma también antiguos ecos.

Como la tradición de los ramos, esos ramos que los mozos salían a cortar de madrugada para engalanar las ventanas de sus enamoradas, que se debe, probablemente, a reminiscencias atávicas, memorias de un añejo pasado que nos mira en lontananza.


Y es que esta noche mágica, dicen, las puertas entre los mundos se abren. Sin duda, temblarán las jambas cuando los recuerdos, en turbión, rompan las compuertas del miedo y abran una brecha en el tiempo. 


La historia de un pueblo duerme en sus anales, en sus libros históricos, en sus archivos, sean del tipo que sean; pero, sobre todo, pervive en sus gentes. Por eso, cuando alguien muere, un pedazo de la historia de todos se extingue; pero sus recuerdos no expiran con su último hálito, e incluso aquellos momentos que los papeles escritos, los vídeos o las fotos no registraron no fenecerán para siempre: formarán parte del recuerdo de todos. No se perderán en el tiempo, como decía la película, desvanecidos en las sombras del olvido, como lágrimas en la lluvia, al contrario, caerán en un letargo más alto que el silencio y, cada noche de San Juan, nos lavarán las sombras como llovizna tibia.


No he querido hoy, pues, hablar de la historia de los libros (cualquiera puede ir y despertarla de su duermevela), sino de la historia íntima de los pueblos y los hombres, la intrahistoria, que decía Unamuno, o, al menos, invocar pensamientos que evoquen esa historia profunda de cada uno.


Por eso, aunque sea día de fiesta, de gozo, de alegría, quiero acordarme de las personas que estuvieron aquí, que un día compartieron las fiestas con nosotros, y que se han ido. Cada uno tiene sus muertos; imposible nombrarlos a todos. Sin embargo, quiero mencionar a alguien a quien están ligados todos mi recuerdos de infancia, porque, aunque ningún parentesco nos unía, también lo siento como mío. Me refiero a Carlos, con quien compartí mi primer día de escuela y jugué tantas tardes, prácticamente todas, durante muchos años. Sirva Carlos, pues, para recordar a todos aquellos que se fueron a destiempo, con toda la vida en la mirada y un futuro, en los pasos, de sueños por cumplir.


Pero ¡qué difícil —¿verdad?— domeñar la brida del tiempo!; apenas en un instante discurren los años. «Mientras hablamos —decía un poeta muy antiguo— huye la vida». Por tanto, aprovechemos el día, huidizo, y disfrutemos; cesen las palabras, y que empiece la fiesta.




¡Viva Palacios del Arzobispo!

















¡Vivan las fiestas de San Juan Bautista!


















sábado, 1 de junio de 2013

Cuentos de Navidad (Parte II)


Si hay un cuento navideño por excelencia, ese es, sin duda, Cuento de Navidad (Charles Dickens, 1843). Como bien es sabido, el relato, típicamente victoriano, discurre entre la tenebrosidad de la novela gótica y la sordidez de la realista. Nos abisma en la oscura realidad londinense del siglo XIX, pero, aún más adentro y más allá, trasciende lo tangible y nos sepulta en la negrura de la miseria humana. Se trata de un viaje de doble itinerario: exterior e interior a un tiempo, un vuelo desde las alturas que permite a Scrooch (que nos permite) otear el discurrir de la vida de sus conciudadanos y, a la vez, atisbar su propio pasado, presente y futuro.

Poco podía imaginar Charles Dickens que A Christmas Carol se convertiría en uno de los cuentos más veces adaptados de la historia, menos aún que sería el cine (arte nonato en tiempos del escritor inglés) el receptáculo que le prodigaría una mejor acogida. Desde los inicios del cine, el villancico de Dickens fue adaptado en repetidas ocasiones (sin duda porque, al tratarse de una historia harto conocida, resultaba ideal para el breve metraje de los comienzos). Scrooge; or Marley’s Ghost (Walter R. Booth, 1901) es la primera adaptación conservada. Sin embargo, más de un siglo después, cuando el labrantío de los remakes navideños dickensianos parecía ya agostado, Robert Zemeckis nos sorprende con un fruto nuevo. Entre ambas versiones se han sucedido múltiples películas cuyo punto de vista, aunque palpable, se halla habitualmente supeditado a la voluntad de ofrecer un discurso fiel al texto original. Esto no resta a esas versiones, sin embargo, un ápice de originalidad, menos de calidad, antes bien me parece un acierto, pues resulta particularmente de mi agrado el reconocer en el filme, como si de un espejo se tratara, el texto escrito que gocé con anterioridad, sin que ello merme la capacidad del azogue para deformar la imagen que refleja y hasta para discriminar determinados elementos.

No obstante, más absurdo y superfluo que crear una nueva interpretación fílmica de la obra de Dickens es, seguramente, ofrecer un comentario más acerca de cualquiera de esas versiones, pero mi condición de espectadora ignorante paliará —espero— mi culpa al contribuir con cierta osadía a esta redundancia ad infinitum.

El argumento es de sobra conocido: Ebenezer Scrooge es un viejo mezquino y amargado que enarbola la bandera de la misantropía. Cautivo de sus propias cadenas, las que él mismo ha ido forjando, las que quizá habrá de ceñirse, como su difunto socio Joseph Marley, por toda la eternidad. Pero en Nochebuena todo parece posible y, tras la súbita aparición del fantasma de Marley, que le anuncia la inminente visita de tres espíritus (el de la Navidad pasada, el de la presente y el de la futura), estos harán acto de presencia para brindar al avaro workaholic decimonónico una última oportunidad para resarcir el mal ocasionado, subsanar los errores y, en definitiva, redimirse.

Indudablemente, el director de A Christmas Carol (2009) se ha ceñido con innegable exactitud a la obra que adapta (guión, imaginería, ambientación, etc.), pero no es absolutamente fiel al cuento original; se diría que sacrifica la emoción en aras de la pirueta visual, lo cual bien puede tomarse como un intento de limar el patetismo y el sentimentalismo exacerbado, y hasta morboso, del gusto de Dickens en tiempos menos dados a tales efusiones de ánimo. Sin embargo, consigue un gran logro: por primera vez podemos disfrutar, gracias a la motion capture (tras un largo proceso que, sin duda, parte de la picture capture y pasa por el rotoscopio), de fantasía e imaginación verosímiles. El fantasma que nos ofrece Zemeckis ya no es el teatral y artificioso de Scrooch (Ronald Neame, 1970) cuyos torpes vuelos siempre me recuerdan al primer Superman televisivo (1948). Indudablemente, aquellos efectos especiales, intrínsecamente unidos a una determinada época, supusieron un gran logro por aquel entonces, si bien ni siquiera los entusiasmados espectadores de antaño lograron borrar la soga y el arnés que sujetaban a sus actores al techo.

Ha sido preciso esperar a 2009 para ver volar a Scrooch y sus espíritus navideños con la fluidez y la agilidad vislumbrada a través de las palabras de Dickens (aun cuando los personajes pequen de cierto anquilosamiento), en una extraña mezcla que conjuga la irrealidad de la animación y una especie de hiperrealismo decimonónico que torna palpable el contexto sociohistórico que evoca. Ahora bien, cuando la acción desborda los límites de lo esperado (valga citar, por poner un ejemplo, la archicriticada escena de la persecución de la carroza o la tremenda caída de Scrooge desde lo alto —en su origen, latino, significaba también 'profundo'—) una no puede menos que preguntarse por la coherencia de tal elemento, por el modo en que contribuye al desarrollo de la trama. La iconicidad de las imágenes revela una intención plástica en la que el movimiento, uniforme o no, acelerado o decelerado, adquiere protagonismo. Considero la escena frenética de la carroza un punto álgido necesario al final de la espiral de la pesadilla, y las arritmias del film, la representación desacompasada de los vaivenes del sueño angustiado.

Hay quien dice que el film no es apto para niños porque es muy tenebroso. Deduzco que tampoco a Dickens lo consideran adecuado para el público infantil: la oscuridad, ya se sabe, evoca en el imaginario colectivo terrores ancestrales y en la idea de la muerte, presente de forma recurrente a lo largo de A Christmas Carol, se concentra el terror humano. Es lógico: la realidad o su reflejo no son aptos para tiernos infantes. Y sin embargo, me permito recordar aquí la famosa conferencia de Federico García Lorca sobre las nanas infantiles.

No podemos olvidar otro gran acierto de esta última revisitación de Cuento de Navidad: las voces, es decir, el hecho de que Jim Carrey ponga voz a siete personajes distintos, no solo a Scrooge, pues las seis restantes también le pertenecen; son sus voces interiores.

La retahíla es larga; las películas que la componen, de calidad desigual; si bien, al fin y al cabo, cada una de ellas, engalana, llena y hermosea ese vasto corpus literario-cinematográfico de límites difusos, desde la primitiva de 1901, con aquel peculiar e incluso pueril fantasma envuelto en una sábana blanca, hasta el expresionismo del espectáculo visual de Zemeckis, pasando por el patetismo sentimental de la magnífica Scrooge (1935), con la excelente interpretación de Seymour Hicks (Ebenezer Scrooge) y de Donald Calthrop (Tom Crachit) y rebosante de escenas henchidas de emotividad (recuérdese la ternura de Crachit con el pequeño Tiny Tim o la conversión de Scrooge, tan verosímil que nos devuelve la fe en los milagros). Igualmente excepcional es la versión homónima de Brian Desmond Hurst (Scrooch, 1951), sobre todo en virtud de la actuación única e irrepetible de Alastair Sim, donde la sobriedad y el humor sarcástico se funden para crear un personaje inolvidable, tan especial como el creado por Michel Caine, con su mirada socarrona, en compañía de los teleñecos (The Muppet Christmas Carol, Brian Henson, 1992). Más de cien años han transcurrido entre la popular adaptación de Thomas Edison, de 1907, y la película de Zemeckis, pero al final, como siempre, asistimos a la catarsis de Scrooge (acaso a la nuestra propia). Pero ¿es posible un cambio de tal magnitud o habremos de afrontar la conocida frase de Joseph Conrad y admitir “que el tigre no puede cambiar sus rayas ni el leopardo sus manchas”?

Recordemos el desgraciado final que aguarda a las hermanas de Bella en ese otro estupendo cuento de hadas, La Bella y la Bestia: apresadas por siempre en cuerpos de piedra, testigos mudos de una felicidad ajena, porque es un milagro que pueda convertirse un corazón perverso y envidioso.

Y sin embargo, creamos, porque el milagro existe y, ya se sabe, es un hecho cotidiano.

Cuentos de Navidad (Parte I)

Cada diciembre, los cuentos navideños, tras meses sumidos en un estado de hibernación, parecen despertar de su extenso letargo. Envueltos en un halo de sopor, aprendido a fuerza de una periodicidad anual de siglos, regresan cada invierno para impregnar la Navidad con su sombra de melancolía. Tienen la frescura y la alegría triste de las narraciones que fueron germen de los primeros relatos navideños: los Evangelios de San Mateo y San Lucas, probablemente. Son bálsamo de fantasía, sonrisa de sargazo, mirada ensoñadora de tristeza y manos de corales. Vuelven y lastran los recuerdos y hacen crecer silencios en cada gota de agua que hurtan a los ojos. Traen, por si la noche duele y se entraña, cristales de memoria que azulean.

Todos tenemos nuestros propios cuentos, historias navideñas que evocamos, relatos de invierno que avivan emociones olvidadas cuando el frío es tan denso que atenaza las sombras. A veces buscamos en ellos la caricia del espino, un roce tibio que araña el alma; otras, fulgores de antaño, alegrías muertas que —quién sabe cómo— vuelven, por un instante, a la vida.

El cine, ya lo dijo Manuel Gutiérrez Aragón, fagocitó las artes y —creo— aprehendió los cuentos. Los cineastas comprendieron enseguida la importancia de ese tipo de relatos y, con mejor o peor fortuna, los adaptaron pronto al celuloide. Una vez superado el entusiasmo inicial por filmar la vida en movimiento (La sortie des usines Lumière o L’arroseur arrosé de los hermanos Lumière, ambas de 1985, o Salida de misa de doce del Pilar de Zaragoza, filmada en 1896 por Eduardo Jimeno), por primera vez se abría la caja de la fantasía, se derribaban los muros de la imaginación y los ojos penetraban el reino de los sueños (ajenos, lamentablemente, en muchos casos). Georges Méliès fue pionero en el arte de la magia cinematográfica; con su Viaje a la luna (Le voyage dans la lune, 1902) la ficción adquiere carta de naturaleza en la gran pantalla y nace lo que César Arconada llamaría proyector de luna.

Recuerdo la emoción indeleble que me produjo El Príncipe Feliz (1888) de Oscar Wilde, un delicioso cuento de profunda delicadeza que, lamentablemente, solo cuenta con una adaptación cinematográfica (The Happy Prince, 1974, dirigida y adaptada por Michael Mills) —nunca, según creo, estrenada en España—. Se trata, sin duda, de una pequeña joya, que nunca llegó a producirme, sin embargo, tan intensa emoción como el relato original. Y es que las palabras de Wilde ejercían sobre mí una enigmática fascinación que aquellos dibujos animados fueron incapaces de imitar. Intuía en aquella golondrina ejemplar una especie de psicopompo que había de liberar el alma del príncipe, enrejada en su cuerpo de oro, y acompañarla al cielo.

Otro cuento de hadas de exquisita belleza que acompañó mis tardes invernales fue El ruiseñor y la rosa (The Nightingale and the Rose, de 1888, en el original inglés), adaptado al cine, por única vez, en 1997, por Alfredo E. Rivas. Desafortunadamente, tampoco la versión del director y guionista puertorriqueño ha logrado devolverme aquellas caricias de aguijones. Porque supe, en el libro, del amor y de la muerte al ritmo lento con que brota una rosa roja al claro de luna, al compás del canto acrisolado en el dolor profundo de la espina, tan hondo, tan alto que mi propio corazón dejó una gota de sangre en aquel jardín nevado.

Esa misma aflicción profunda que se acrecienta hasta el hálito postrero sentí al contemplar a la vendedora de fósforos, tan desvalida, apagándoseme lentamente, con cada copo de nieve que rozaba sus pestañas, en cada leve resplandor ígneo.

Varias versiones fílmicas pude ver del clásico de Hans Christian Andersen, pero ninguna me pareció tan especial como aquella primera película muda titulada The Little Match Seller (James Williamson, 1902) en la que, a través del empleo de dobles exposiciones, las paredes se volvían transparentes y dejaban ver las visiones de la niña. Solo la fábrica de fantasía de Walt Disney consiguió devolverme, en 2006, retazos de mi sueño.

Resultaría tedioso continuar enumerando sombras —cada uno tiene sus cuentos—. Simplemente, conjurémoslas para que vuelvan, invoquemos su presencia aunque solo sea en Navidad y miremos las estrellas como recomendaba El principito. La única versión cinematográfica que vi fue el estupendo musical de Stanley Donen (The Little Prince, 1974), pero una vez más, a pesar de Gene Wilder (el zorro) y de Richard Kiley (el piloto), me decepcionó. Con el Principito (Antoine de Saint-Exupéry, 1943) aprendí que “no se ve bien sino con el corazón porque lo esencial es invisible a los ojos” y a no dejar nunca de ver lo que hay dentro de una caja cerrada; comprendí “que es el tiempo que has perdido con tu rosa —única— lo que hace tu rosa tan importante” y que uno es responsable para siempre de su flor y qué significa "domesticar" y el color del trigo y muchas otras cosas, porque Le Petit Prince, para mí, también fue un cuento de invierno.

Los musicales y el verano

El Despotricador Cinéfilo, desde su retiro veraniego a orillas del mar Mediterráneo, me ruega que no posponga más este vuelo alicorto de palabras, que no alargue más este silencio. Me avengo a intentarlo a como dé lugar, aunque en ello vaya la vida de la última de mis exiguas ideas, consumidas ya por este calor estival que extenúa las sombras.

Zozobra el pensamiento, vano es el esfuerzo de amarrarlo si él mismo busca los vientos que lo arrastran a holgar en playas cálidas como cuerpos o a beber en riachuelos de frescura que amengüen la sed de las estepas. Bucearé en el recuerdo, fuente inagotable de mentiras —dijo alguien, o quizá no—; trataré de encontrar un camino entre “el olvido y la memoria” (como cantaba Sabina en “Esta boca es mía”). Pero ¿qué es la memoria?: ¿conjetura de sombras?, ¿el vislumbre certero de imágenes borrosas?, ¿acaso es un ensueño?, ¿el galope de un corazón en el letargo? Seguramente nadie ha sabido expresarlo como el poeta José Manuel Regalado en estos versos: "El alacrán bajo la piedra / es una estrella desvaída. / ¡O la memoria misma!".

A los siete años no me gustaban las películas de soldados. Sin embargo, los musicales despertaban en mí emociones ancestrales y primigenias. Pero, ay, crecí, y mi adolescencia se llenó de misterios insondables, como el de por qué dejaron de gustarme los musicales, y no es que me produjeran una náusea existencial, qué va, yo entonces aún no había leído a Sartre (claro que ¿hace falta haberlo leído?); era pura aversión, malestar e incluso irritación. De tal manera me afectó que durante unos años fui incapaz de ver un musical de principio a fin, ni siquiera lo intentaba. Supongo que mi mente buscaba erróneamente una verosimilitud mal entendida; se esforzaba en hallar, sin éxito, una ilación lógica, un engranaje racional. Hay quien piensa que eso que algunos consiguen magistralmente en la literatura (por ejemplo, Cervantes en El coloquio de los perros) difícilmente tiene cabida en este género cinematográfico.

Pero ¿acaso no es verosímil un musical? ¿No existe, de antemano, un pacto tácito entre el texto fílmico y el espectador que asiste a la proyección de una película de este tipo? Hemos de tener en cuenta que la verosimilitud cinematográfica, al igual que la literaria, no depende de la fiel reproducción de la realidad, la cual es externa al texto, sino que está sujeta a leyes internas de la obra. Así, será la película la que cree su propia verosimilitud.

Y yendo aún más lejos, no entiendo por qué no ha de tener visos de realidad. ¿No ha formado, por fortuna, la música parte de la vida desde el principio de los tiempos? ¿No constituye el canto una parte intrínseca del ser humano? A diario entonamos canciones tristes cuando la pesadumbre aguijonea el ánimo; alegres cuando, exultantes de felicidad, sentimos la necesidad imperiosa de expresar la dicha. Y cantamos cuando estamos nerviosos o aburridos, para aliviar las sombras, como bálsamo contra el dolor, y hasta cuando un acorde en el viento nos trae memorias fugaces que creíamos olvidadas. ¿Quién no guarda una balada junto a aquel primer beso?, ¿hay alguien que no conserve un instante hurtado al tiempo en la letra de una canción? De repente, una melodía suena y nos trae recuerdos de aquel amor adolescente que dejaba un aleteo de ruiseñores en cada caricia, o bien la imagen desteñida de aquel querer frustrado o de aquella historia de pasión malograda. Y, del mismo modo, hay canciones que te arañan la carcasa del alma subrepticiamente y, sin apenas notarlo, te estrían la mirada o te dejan un estigma de sombra en las pestañas, son esas que rememoran aquellos golpes de heraldo negro de los que nos habla César Vallejo.

No alcanzo a comprender por qué a ciertas personas no les parece verosímil, por ejemplo, que un grupo de marineros que conviven en la densidad claustrofóbica de un submarino de guerra pueda, de repente, ponerse a cantar y a bailar. Como si no hubiera lugar en la guerra para la evasión y el esparcimiento. ¿No se canta en los barcos, en las minas, en los campos de labor, en las prisiones?, ¿no cantaban los labradores (unas veces, todos al unísono; otras, solo uno, que amenizaba las largas jornadas) en los campos para, así, aligerar las tareas de la siega? Y el hilo musical, ¿no viene a ser una reminiscencia sofisticada de tal costumbre?

Pues bien, años después volví a dejarme fascinar por los musicales y fue, precisamente, al ver de nuevo Cantando bajo la lluvia (1952), no solo una obra maestra clásica, sino una de esas películas fetiche que conjuran la alegría, regocijan e inducen una sensación de bienestar y júbilo en el espectador. Por eso, hoy, perdida en esta canícula abrasadora, embriagada por este vaho lúbrico y delicuescente que emana la piel impregnada de sudor, solo Singin' in the rain podía traerme ese soplo de frescura, ese vigorizante olor a tierra mojada, el agua que purifica y fecunda. En este filme se conjugan esa tendencia natural del ser humano a expresarse a través de la música (del canto y de la danza) y la lluvia. Y los dos elementos, unidos, ejercen un poder catártico y liberador.

Un no sé qué que queda


A menudo recuerdo, sin nostalgia, aquellas largas tardes infantiles en las que me sentaba, al amor de la lumbre, como dijo Unamuno, a soñar con la magia del cine. En aquel tiempo las películas ejercían sobre mí una fascinación extraña, gozaba de ellas con la mirada pura de quien ve algo por primera vez. Hoy, por fortuna, conservo aquel primer asombro que sentí cuando me poseyó el demonio del séptimo arte.

Al lado de las llamas que crepitaban, tan solo interrumpida por la visita ocasional de mi bisabuelo, que se deslizaba a través de la cocina como una sombra más de las que bosquejaba el fuego, descubrí el hechizo del celuloide.

A mi izquierda, Mimí, la perrilla que me hizo sentir por primera vez, con su muerte, el dolor de la pérdida, el bronco silencio de la ausencia. Su imagen siguió en mi retina mucho tiempo después de que se fuera y mil veces la vi como un espejismo fugaz y evanescente que me dejaba siempre un reguero de sombra en el recuerdo. Cinco años atrás, sin embargo, había aceptado la muerte de mi padre con una aparente madurez y una serenidad rayanas en la indiferencia. Supongo, sin embargo, que era solo inconsciencia. Al fin y al cabo, tenía tres años y la muerte era un rincón extraño al norte de la fantasía.

Y yo, que era una niña fuerte en apariencia, que jamás lloré cuando me caí, desnudaba mi corazón a solas, y lloraba; tal era mi empatía con los sentimientos de aquellos rostros grises que poblaban la pantalla. El cine prendía y avivaba mi lábil hipersensibilidad o hiperestesia. Y yo, que no me había condolecido por la muerte de mi padre, en cambio, sentía, con cada muerte de ficción, que las campanas doblaban por mí, como en el famoso poema de John Donne.

Ahora, al desandar las sombras, urgando en la escombrera de mis recuerdos cojos, me asomo a los silencios y, en vano, destejo telarañas; no consigo evocar cuál fue la primera película que prendió mis sueños. Me parece atisbar, sin embargo, el primer filme que, a los 5 años, me dejó un poso (indeleble) de tristeza. Fue, si mal no vislumbro, La noche de los muertos vivientes (George A. Romero, 1968).

Desde los albores de la humanidad el terror ha sido un elemento fundamental de la cultura, del arte, de la religión. Y es que el miedo es connatural al ser humano, y este no puede sustraerse al poder omnímodo de aquel. El temor ancestral a ser devorado es una angustia atávica. Tal vez por eso me impresionó esta película, porque apelaba a los instintos primigenios, porque el miedo se encarnaba y tenía cuerpo. Ahora es difícil saberlo: "La mente ——ya lo dijo Borges—— es porosa para el olvido". Recuerdo, eso sí, que mi mente era dúctil y clarividente en aquel tiempo, y comprendí, sin raciocinio, las metáforas que encerraba la película. Nunca olvidaré la sensación que me produjo, inmersa en ese marco de verosimilitud con tonos expresionistas que tanto me amedrentó entonces, la atmósfera opresiva y claustrofóbica de La noche de los muertos vivientes (título original: Night of the Living Dead). Siempre recordaré aquel sentimiento hondo de desesperanza que me causó la muerte del héroe al final.

A partir de ese momento me enamoré del cine de terror. Me gustaba aquella sensación extraña que me producía, singular mezcla de placer e inquietud, goce y desasosiego. A través del terror ficticio exorcizaba ——pienso—— mis propios miedos; y volvía, tras la catarsis, al tiempo (caduco o eterno) de la vida.

Hoy, después de tantos años y películas, es tal mi apego al cine, de tal manera ha arraigado en mi alma, que no podría ya vivir sin él. En mi memoria, incapaz de albergar todos los filmes que he visto, permanece ese inefable sedimento que engrandece el espíritu, ese algo extraño e indescriptible que nos deja cada película que vimos y olvidamos: un no sé qué que queda.

Buscando al señor Goodbar (1977)

Director: Richard Brooks  Año: 1977  Guión: Richard Brooks   Música: Artie Kane 
Fotografía: William A. Fraker  Título original: Looking for Mr. Goodbar  
Intérpretes: Diane Keaton, Tom Berenger, Tuesday Weld, Richard Gere -------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------

Epílogo de la revolución sexual de los 70.

Looking for Mr. Goodbar, película basada en la novela del mismo nombre (Looking for Mr. Goodbar, 1975, de Judith Rossner), es, como su homónima, el fruto mórbido de un tiempo convulso. En frenético descenso a infiernos íntimos, la protagonista del film se revela incapaz de remontar el vuelo, lastrada en su feroz desasimiento de toda traba. En este caso el camino del exceso no parece conducir, como en la frase de William Blake, al palacio de la sabiduría, sino a vericuetos sórdidos. Se diría que el propósito de la película es actuar como contraejemplo, mostrar los vicios con voluntad edificadora. Quizá por eso el peregrinaje, a través de las sendas del placer y del dolor, es largo, acaso excesivo, como todo en este film.

Toda revolución conlleva la preposición “contra”. Implica un acto de rebeldía y otro de revelación. Supone cambio, pero tras la revuelta es difícil ver, a veces, más que un movimiento completo de rotación, sin apenas alteraciones salvo en la carcasa, sin verdaderas transformaciones profundas, no solo de aquello contra lo que se rebela el sujeto revolucionario, sino de él mismo. Así sucede en este film, cuyo final, trágico, deja un sabor amargo. Uno se pregunta si sirvió de algo la lucha. La muerte, ¿igualadora?, produce una sensación de sinsentido. El mensaje último, aparentemente conservador, es en realidad una defensa de valores intemporales: libertad, raciocinio para discernir lo más conveniente, sensatez, mesura, autocontrol… Por otro lado, la revolución acarrea una acción destructiva del oprimido contra el opresor y en ese proceso el sometido conjura fuerzas cuyo control escapa, a menudo, al poder del conjurador. Frecuentemente la revolución carece de un camino pautado, siquiera de una senda a seguir, de un fin en sí mismo, salvo el propio acto quebrantador del orden previo. La revuelta viene, eso sí, a allanar el camino, pero tras la destrucción de los valores establecidos es preciso construir un nuevo orden mejor. Sin embargo, la heroína de esta película es incapaz de ser libre, fatalmente sujeta a mecanismos coercitivos: cocaína, alcohol, tabaco…, drogas diversas que giran en torno de una ninfomanía en la que el sadomasoquismo adquiere cada vez más importancia. Además, ante cadenas internas, la ruptura solo puede culminar en la autodestrucción.

Theresa Dunn (Diane Keaton), la protagonista del film, representa, con su doble vida, las dos caras extremas del ser humano, una especie de Dr Jekyll y Mr Hyde. De día muestra el lado claro y luminoso, apolíneo: su rostro de maestra comprometida y de hija sensata. Al anochecer, en cambio, emerge su faz dionisíaca, oscura y vehemente, nocturnal y hedonista. Pero en su semblante festivo, ávido de goce, el placer es indisociable del dolor y, necesariamente, el exceso conduce a la muerte.

En esta película de contrastes, Katherine (Tuesday Weld) representa el papel de mujer atractiva y débil en manos de hombres que solo desean gozar de sus encantos, pero Kate, al contrario que su hermana Theresa, va liberándose progresivamente de su dependencia respecto a individuos del sexo opuesto y se revela como una mujer fuerte, capaz de ejercer el autocontrol y tomar las riendas de su vida al seguir adelante, sola, con un embarazo no deseado. Theresa, sin embargo, asume pronto un rol masculino y, junto a él, un machismo transpuesto al ámbito femenino; con su esterilización voluntaria persigue la asunción del control de su sexualidad. En una época en la que las enfermedades venéreas más devastadoras habían sido erradicadas y en la que otras como el sida aún no habían surgido, la aniquilación de la capacidad reproductiva ofrece a la protagonista la posibilidad de disfrutar del sexo sin ataduras, pero en su papel de aspirante a femme fatale termina sumida en los desagües por los que pululan sus Misters Goodbars, seres enfermos y deslavazados, presas fáciles.

En cuanto a la imagen que Looking for Mr. Goodbar ofrece de los hombres, no es negativa, como se ha querido ver. Obviamente, es difícil proyectar una visión positiva sobre un gigoló violento y desequilibrado que toma drogas o sobre un chapero ex presidiario, agresivo, misógino, trastornado e incapaz de aceptar su propia homosexualidad. Tampoco es fácil encontrar un ejemplo positivo en un profesor casado que se acuesta con sus alumnas y, a continuación, profiere lindezas como esta: “No soporto a las mujeres después de habérmelas follado”. Sin embargo, el hecho de que la protagonista enarbole un feminismo (hoy día trasnochado) que la impele a rechazar la vía que le ofrece James (William Atherton), joven responsable y juicioso, y a sublevarse contra la autoridad paterna (a veces con una actitud rayana en la rebeldía adolescente) no significa que estos encarnen contraejemplos masculinos. Mr. Dunn (Richard Kiley), en concreto, lejos de ejercer un patriarcado despótico, ofrece más bien la imagen de padre preocupado por sus hijas, un tanto descarriadas, ciertamente. Muy sensatamente, coherente con sus creencias, le dice a su hija:

—No te entiendo. […] ¿Libertad para abandonar a tu familia, para no ir a la iglesia, para abortar a tus hijos, condenarte? ¿Cómo puedes dar nueva vida a esos niños sordomudos?, ¿cómo puedes quererlos y cuidarlos si te niegas a dar vida a tus propios hijos?

—Tú sabes por qué… —responde ella, refiriéndose a la escoliosis.

—Por miedo —sentencia su padre.

La exitosa recepción de Buscando a Mr. Goodbar se debió probablemente a los hechos reales en los que, como la novela con la que comparte título, está basada. No obstante, William A. Fraker (coforjador del look del cine estadounidense de los 70) realiza un espléndido trabajo como director de fotografía (no en vano obtuvo una nominación a los Oscar). Igualmente magnífica es la interpretación de Diane Keaton, ganadora ese mismo año de un Oscar por su papel en Annie Hall. Tampoco decepcionan Richard Gere y Tom Berenger en sus papeles secundarios. Pese a todo, pese a su carácter de producto setentero, se trata de una película interesante.

El rostro impenetrable (1961)

Director: Marlon Brando  Año: 1961  Guión: Guy Trosper, Calder Willingham  Música: Hugo Friedhofer   Fotografía: Charles Lang Jr.  Título original: One-Eyed Jacks   Intérpretes: Marlon Brando, Karl Malden, Pina Pellicer, Katy Jurado, Ben Johnson ----------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------


La rareza ha ejercido siempre una misteriosa atracción, una oscura fascinación, y, al mismo tiempo, un rechazo visceral, un desprecio irracional. Tal vez por eso El rostro impenetrable (1961), un western sui géneris al más puro estilo de Marlon Brando, no fue justamente apreciado en su momento. De hecho, han tenido que pasar décadas para que esta rara avis del cine de sheriffs y forajidos sea reconocida como uno de los filmes de culto del género, no solo por tratarse de la única película que dirigiera el mítico actor de El Padrino (Francis Ford Coppola, 1972) en toda su carrera cinematográfica, sino por lo peculiar de sus características. Por esa razón, y porque han sido tantos los críticos de cine que se han ocupado del filme, cualquier nuevo acercamiento crítico conlleva cierta audacia o inconsciencia, dado que todo lo que se diga sobre él no será ya sino repetición o eco.

A principios de la década de los 60 el western ya había iniciado un leve declive, atrás quedaban las películas que marcaron su época dorada (Río Grande [1950] y Centauros del desierto [1956] de John Ford o Solo ante el peligro [1952] de Fred Zinnemann) y más atrás aún aquellas que establecieron las características que iban a definir la diégesis del cine de género épico americano (Asalto y robo de un tren [1903] de Edwin S. Porter, La caravana de Oregón [1923] de James Cruze o El caballo de hierro [1924] de John Ford). Hacia 1961 las películas del Lejano Oeste ya constituían, pues, un corpus cerrado, y cualquier acercamiento cinematográfico que se propusiera adueñarse de los rasgos distintivos de un género clásico como el western solo podía ser desde la transgresión respetuosa de sus preceptos.

La voluntad manifiesta de Brando, antes incluso de que asumiera la dirección del filme, era llevar a cabo "un asalto frontal al templo de los clichés". En El rostro impenetrable aparecen elementos que desbordan las convenciones del género y se alejan sutilmente de los manidos tópicos del "cine de vaqueros". El protagonista, por ejemplo, se aparta del estereotipo que se había creado para este tipo de héroes, pues ya no encarna el bien a ultranza en oposición a los personajes que representan el mal sin ambages, sino que está hecho de claroscuros, de contradicciones, de diversas tonalidades que lo enriquecen y lo humanizan.

La película, cuyo título original es One-Eyed Jacks, está basada en la novela The Authentic Death of Hendry Jones de Charles Neider, y narra la historia de dos atracadores de banco, Rio (Marlon Brando) y Dad Longworth (Karl Malden), cuyas personalidades, tan diferentes entre sí, tienen, sin embargo, un rasgo común: la doblez. Eso era, precisamente, lo que pretendía reflejar su título, pues representa una clara alusión a los comodines de la baraja inglesa: la jota de picas y la jota de corazones. Estas cartas solían ser denominadas "tuertos" porque sus figuras aparecen dibujadas de perfil, de manera que solo muestran un ojo. Pues bien, en la película todos los personajes ocultan una parte de sí mismos, mienten. Una escena ejemplar en este sentido es aquella en la que aparecen Rio y Dad cara a cara durante su primer encuentro desde el momento de la traición. Están el uno frente al otro, así que solo vemos sus perfiles. De la misma manera, en otra escena clave, Rio, a través de los barrotes de la celda en la que está preso, le dice a Dad: "Aquí pones cara de persona decente, pero yo conozco el otro lado de la moneda".
El filme, deudor del psicologismo freudiano, comienza con una escena insólita en la cual vemos al protagonista comiendo un plátano. Y es que en la película, poseedora de una fuerte carga simbólica, abundan los símbolos fálicos. Es, precisamente, en ese simbolismo visual que lo adensa donde reside la esencia del barroquismo de One-Eyed Jacks. No solo los colores, el mar u otros elementos del paisaje son fuente de imágenes simbólicas, sino hasta pequeños detalles, como la reproducción de La Gioconda (paradigma de pintura enigmática) que aparece en un saloon.

El conflicto surge cuando Dad traiciona a Rio, pues éste pasará cinco años en la prisión de Sonora (México) hasta que finalmente logre escapar. Igual que le sucede a Edmond Dantès (Conde de Monte-Cristo), solo una idea ocupará la mente de Rio durante su encarcelamiento: la venganza. A partir de ese momento la traición y la venganza serán las hebras que irán dando forma a la trama, dos pasiones clásicas que plasman la esencia épica del western, cuyos paralelismos con la epopeya griega son evidentes. No se verá, pues, mermado el carácter heroico del protagonista por el hecho de ser emblema de tal afecto, ya que la venganza no era considerada una pasión innoble por los héroes clásicos, al contrario, se trataba de una obligación ética y moral (y hasta de un deber legal).

Por otro lado, el impulso vengador nace siempre de la impotencia, de la falta de poder. En medio de un marco de tragedia griega que rezuma desafortunados ecos edípicos, el personaje de Brando será víctima de una influencia castrante por parte de su antagonista (su nombre, "Dad", significa "papá" en inglés) hasta que finalmente logre "matar al padre" en el mismo lugar donde lo halla desempeñando el cargo de sheriff, en Monterrey. Allí será, asimismo, donde se enamore de la frágil y delicada hijastra de su enemigo, Louisa (Pina Pellicer), porque también la ciudad participa de la ambivalencia de connotaciones simbólicas que poseen casi todos los elementos del filme.

"Siéntate a la puerta de tu tienda, y verás pasar el cadáver de tu enemigo", reza un proverbio árabe. Sin embargo, no parece ser el deseo de Rio de tomar frío el dulce plato de la venganza el que lleva a Brando a demorar en exceso el desquite final, sino la intención de permitir al protagonista congraciarse con el espectador a través de las múltiples humillaciones que tendrá que sufrir y de los varios agravios de que será objeto por parte del amigo traidor. Es patente la búsqueda, hasta la náusea, de la aquiescencia del público a través del trazado, cada vez más preciso, del contorno de los personajes, como si paulatinamente sus rostros de perfil fueran girando hasta dejar ver sus caras verdaderas: humana, por la abundancia de matices, la de Rio; vil y despreciable hasta el aborrecimiento la de Dad. Se diría que el director siente la necesidad de justificar el odio y la venganza, como si la traición inicial no bastara para establecer la licitud de tales inclinaciones del ánimo. Por otro lado, es bien cierto que, ante el surgimiento de la pasión amorosa, que cambia al protagonista, se hace inevitable acrecentar el deseo de venganza, que amenaza con extinguirse, disuelto en las aguas del amor.

Y es que solo el vengador parece estar vivo en medio de este filme con hechura de cuento infantil por el que pululan unos personajes totalmente acartonados, cuyas pasiones exaltadas forman parte del estereotipo clásico. Dad, magníficamente interpretado por Karl Malden, constituye un perfecto ejemplo de "personaje lineal", y lo mismo sucede con su esposa, María (Katy Jurado). En realidad, solo Rio y Louisa son personajes complejos, "personajes circulares".

El paisaje adquiere un relieve especial en El rostro impenetrable, pues es una proyección de las emociones del protagonista. Así, nos encontramos ante un paisaje bifaz en el que alternan y se complementan dos fuerzas en equilibrio: el océano y el desierto. Como en un western clásico, abundan las imágenes panorámicas y los amplios encuadres que captan la vasta aridez del desierto. Este es, en cuanto reino del sol, el espacio del héroe por excelencia, el terreno de la lucha y de la muerte, el espacio donde se levantan densas polvaredas que ocultan y disuelven. Sin embargo, en contra de las convenciones, aparece un elemento tan poco habitual en este tipo de películas como el océano, símbolo de lo femenino y del origen de la vida. Quizá por eso Louisa es fecundada por Rio de noche, junto al mar, momento en que el sol se hunde en las aguas saladas.

One-Eyed Jacks termina al estilo del western clásico, con un dilatado horizonte hacia el que galopa, como centauro, la figura del héroe sobre su caballo hasta perderse en la lejanía. Se trata de un final abierto en el que el plano panorámico del jinete, que se aleja a lomos de un caballo negro, alterna con el de la protagonista femenina, que monta un caballo blanco. Al final reaparece, por tanto, ese cromatismo simbólico que vertebra el filme: la contraposición del blanco y el negro como dos fuerzas en equilibrio.

Sin duda, El rostro impenetrable habría sido un filme distinto si Stanley Kubrick no hubiera abandonado el proyecto (su título inicial era A Touch of Vermelion), acaso mejor, exento del narcisismo y de los desaciertos cometidos a consecuencia de la impericia de Brando como director. Sin embargo, quizá carecería de esa exuberancia simbólica que apenas hemos esbozado y de esa peculiar caracterización de los personajes que los acerca y los humaniza. Y, probablemente, habría perdido esa misteriosa magia que hechiza al espectador.

Johnny cogió su fusil (1971)

Director: Dalton Trumbo   Año: 1971   Guión: Dalton Trumbo  Música: Jerry Fielding  Fotografía: Jules Brennen  Título original: Johnny Got His Gun  Intérpretes: Timothy Bottoms, Donald Sutherland, Jason Robards ---------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------

"Dulce et decorum est pro patria mori" Horacio (Odas III, 2, 13)



Pocas obras cinematográficas han dejado un recuerdo tan indeleble en el espectador como Johnny cogió su fusil, impactante película antibelicista dirigida por Dalton Trumbo, y su única incursión como director en el ámbito del séptimo arte. 



Las imágenes que jalonan el filme lo han convertido en un icono del cine pacifista. La angustia asfixiante que transmite el protagonista a través de una desasosegante voz en off, al tiempo que aparece envuelto en un halo de pesadilla surrealista, se incrusta en la mente del espectador de forma perenne, pues el filme apela a los miedos más profundos del ser humano.

Johnny took his gun, como reza su título original, está basada en la novela homónima, de 1939, escrita por Dalton Trumbo, y considerada una de las mejores novelas antibélicas de todos los tiempos.

Trumbo, magnífico guionista, aunque mediocre director, a decir de los entendidos, quiso plasmar en imágenes, mediante la adaptación cinematográfica de su propia novela, la concepción que tenía de la guerra. El resultado fue una película irregular, según algunos, pero de enorme e inmediata repercusión.

Poco importa la verosimilitud de esta historia que traspasa los límites de lo racionalmente aceptable. Y es que es precisamente la irrealidad lo que la convierte en una película intemporal.

Sin embargo, a pesar de trascender el tiempo, este filme es deudor de las corrientes en boga en su época, concretamente de la más influyente y representativa: el surrealismo. De ahí la irracionalidad, el mundo onírico y el psicologismo freudiano que empapan la película. Pero también el expresionismo deja su huella, perceptible, sobre todo, en ese claroscuro que dibuja la realidad en Johnny cogió su fusil.

El protagonista de la película, Joe Bonham (Timothy Bottoms), es un joven soldado que, tras la explosión de un obús durante la Primera Guerra Mundial, queda convertido en un despojo humano (tales son las terribles mutilaciones que sufre).

No podía sospechar, el día en que hizo a su novia la ineludible promesa de no morir, que su vida se tornaría una pesadilla en la que se vería forzado a cumplir lo prometido: condenado a vivir preso en la maraña que va tejiendo el pensamiento; errante entre la vida y la muerte, entre la realidad y el sueño. Ni siquiera la fe le servirá como asidero: ese Cristo (interpretado por Donald Sutherland) que se pasea por sus sueños fracasa en sus intentos de ofrecerle ayuda, porque nadie puede ayudar a Joe. Solo el recuerdo (allí donde los rostros permanecen siempre jóvenes, exentos del tiempo que los aja) le ofrece un refugio seguro, pues la fatalidad se irá cerniendo poco a poco en torno a él hasta aniquilar toda esperanza.

El tiempo y el espacio oscilan como en un mar tempestuoso dentro de los recuerdos de Joe y la realidad presentada se fragmenta en una paralela atomización de la narración cinematográfica. Las escenas del presente, en blanco y negro, se mezclan con flashbacks y sueños, ambos en color. Y es que, paradójicamente, en contra de lo habitual, son los sueños y los recuerdos del protagonista los que reflejan un exuberante cromatismo que contrasta con las sombras del tiempo actual.

La crueldad humana (¿misterio de la iniquidad?) se espeja en su trágico destino. Como si hubiera sido condenado por los dioses a purgar un pecado ajeno, su existencia se convierte en un castigo mítico. Sin embargo, quizá, Joe sí es ingenuamente culpable. Por eso, como a Sísifo, se le concederá el deseo de no morir, pero a cambio de una terrible pena.

Joe irá, poco a poco, siendo consciente del sinsentido de su existencia, de que su vida carece de propósito, y de que, como decía Camus en El Mito de Sísifo, tan solo ha nacido para morir. De hecho, la muerte será la única liberación.

Sin embargo, a pesar del deseo de morir del protagonista, de esa final súplica monocorde implorando la muerte, que se vuelve letanía, es muy discutible que el tema de la eutanasia sea uno de los que vertebran el filme. Es cierto que se le niega la posibilidad de morir, pero las razones que parecen guiar a quienes lo obligan a seguir viviendo están bien lejos de las de cualquiera que se manifieste en contra de la eutanasia para preservar el derecho a la vida. Dudo mucho que el médico que mantiene a Joe con vida y silencia el hecho de que siente dolor y de que su cerebro aún funciona se rija por códigos de ética y deontología médica. En todo caso, la película pone de manifiesto la crueldad de algunos investigadores capaces de actos atroces, aun cuando pretendan justificarlos alegando que lo hacen por el bien de la humanidad, para salvar otras vidas, y nos muestra cómo la guerra les sirve para llevar a cabo sus experimentos impunemente. En efecto, esta idea aparece de forma explícita en una escena en la que aparece un conferenciante hablando de los distintos significados de la guerra: "Para el científico la guerra significa que tiene campo libre para llevar a cabo sus más brillantes y extraordinarios experimentos".

El último vestigio de esperanza le será arrancado a Joe cuando comprenda que su esfuerzo por comunicarse ha sido en vano y que el único deseo de dar sentido a su vida, convirtiéndose en testigo y testimonio vivo de las atrocidades que produce la guerra, le es negado. Descubrirá la verdad, que vivirá confinado de manera clandestina en un cuartucho oscuro hasta la muerte, y nadie lo buscará porque no existe, no tiene rostro, Joe es un secreto.

No hay que olvidar, en este sentido, que el nombre del protagonista es Joe (diminutivo de Joseph), no Johnny. Dalton Trumbo usó como título de su novela y de la película homónima el primer verso de la famosa canción "Over There" (compuesta por George M. Cohan en 1917). Además, John (cuyo diminutivo es Johnny) Doe, es el nombre que se les suele dar a los cadáveres o a los pacientes de las salas de urgencias sin identificar.

Sirva como mera curiosidad lo acertado del título francés, Johnny s'en va-t-en guerre, el cual emula aquella conocida canción de "Malbrough s'en va-t-en guerre" ("Mambrú se fue a la guerra", en español).

Dalton Trumbo demostró una enorme valentía al forjar un alegato pacifista tan feroz y manifestar su antimilitarismo en un momento de extrema beligerancia en el mundo. Ahora bien, ¿hasta qué punto es justa su crítica de los militares? Y es que Trumbo parece olvidar que no son los militares quienes deciden las guerras, sino los políticos. Los militares, conocedores de las consecuencias de las luchas armadas, suelen mostrarse más reacios a los conflictos bélicos que los líderes políticos.

Asimismo, es clara la crítica de la jerarquía eclesiástica ("esta guerra justa y santa", dice un obispo en una de las escenas). Sin embargo, el capellán castrense, que ve de cerca el dolor, tiene una postura contraria a todo tipo de crueldad y de ensañamiento. El sacerdote no se lava las manos, se rebela contra los abusos que se cometen.

Johnny es ese soldado que representa a todos los soldados, es una especie de sinécdoque, pero, al mismo tiempo, constituye una metáfora: su cuerpo mutilado es una proyección de un mundo desintegrado, de una sociedad enferma, herida por la guerra, que solo conlleva destrucción.

Al final, como dijera su padre (Jason Robards), Joe tendrá que afrontar la muerte por sí mismo, solo. Su voz interior nos habla de una soledad terrible: "Si tuviera brazos podría matarme; si tuviera piernas podría correr; si tuviera voz podría hablar, y mi voz me haría compañía…".

Y en el último momento, un grito ahogado en la oscuridad: "SOS, ayúdenme".

Martín (Hache) (1997)

Director: Adolfo Aristarain  Año: 1997  Guión: Adolfo Aristarain, Kathy Saavedra  Música: Fito Páez  Fotografía: Porfirio Enríquez  Título original: Martín (Hache) Intérpretes: Federico Luppi, Juan Diego Botto, Eusebio Poncela, Cecilia Roth
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"Todos los hombres, hermano Galión, quieren vivir felices" escribe Séneca al comienzo de De vita beata. Ese supuesto del que parte el filósofo cordobés -la universalidad de la apetencia de felicidad y la estrecha relación entre vida y felicidad- es uno de los temas fundamentales de Martín (Hache), excelente y compleja película de Adolfo Aristarain que presenta una serie de personajes, todos desencantados en cierto modo, autodestructivos y envueltos en un halo de fatalidad que los arrastra. De hecho, toda la película está impregnada de ese fatalismo de tango, pero, al igual que en el baile rioplatense, el caos es solo la antesala de un nuevo orden que surge tras la catarsis del dolor profundamente sentido.

Martín (Hache) cuenta la historia de un joven argentino a caballo entre la adolescencia y la edad adulta que deja Buenos Aires y viaja a Madrid para vivir con su padre, reconocido guionista y director de cine, un hombre hermético que se aísla voluntariamente tras una férrea coraza que no deja vislumbrar las inseguridades que lo acosan o la nostalgia que lo abisma. A Martín (padre) (Federico Luppi) lo acompañan su amigo Dante (Eusebio Poncela) y su novia (Cecilia Roth). Martín (hijo) (Juan Diego Botto) acaba de recuperarse de una sobredosis (¿intento fallido de suicidio?) y se encuentra perdido. Como si de una novela de formación (Bildungsroman) se tratara, la película narra el aprendizaje del chico hasta que consigue tomar las riendas de su propia vida. Estrechamente relacionado con este proceso de búsqueda de su propia identidad está el viaje a Madrid, viaje iniciático, que implica también un viaje interior.

Según ha reiterado el propio director, el tema nace del temor de un padre a que su hijo adolescente se dé de bruces contra la realidad. Y es que Martín (Hache) sale a su encuentro con la vida, ese "lugar extraño" (en palabras de Luis Antonio de Villena), y en busca de su lugar en el mundo. Hache ni siquiera tiene nombre (Martín es el nombre del padre y a él lo llaman Hache por la "h" de "hijo"), y ha de encontrarlo, pero la frustración inicial que produce la imposibilidad de reconciliarse con el padre lo aboca a una lucha en la cual, para ser, debe "matar al padre" o ser fagocitado por él. Aparentemente, el hijo, cual Júpiter redivivo, logra vencer al padre, encarnación de Saturno. Sin embargo, Aristarain reescribe el mito y, al final, logran un entendimiento. Entonces Hache puede continuar la búsqueda de su propio camino a través del regreso.

No son nuevos, en el cine, los temas de la incomunicación, la soledad o la complejidad de las relaciones afectivas. Otros directores abordaron semejantes aspectos vitales con gran maestría, como Ingmar Bergman (mediante largos planos secuencia y silencios) o Michelangelo Antonioni (con su peculiar estilo minimalista); pero si Antonioni supo retratar como nadie la soledad y la incomunicación mediante los silencios y los tiempos muertos, Aristarain demuestra que es posible el extremo contrario: hacer un filme sobre la incomunicación con un exceso de palabras.

El director argentino plasma la falta de comunicación y la soledad de otro modo. Sus personajes están solos, aunque conviven con otros, porque hay distancias insalvables entre ellos. Sin embargo, ese aislamiento no surge tampoco del pudor a expresar los sentimientos, pues los personajes de Martín (Hache) desnudan el alma sin pudor. El problema es que el diálogo es sustituido por una serie de monólogos sucesivos o, lo que es aún peor, que el poder transformador de la palabra se emplea para herir o anular al otro.

La palabra adquiere una importancia enorme, tiene entidad, corporeidad. Las palabras construyen el mundo y en virtud de esa capacidad creadora de la realidad, son más reales que aquel que las pronuncia, pues los personajes son en la palabra. Asimismo, las palabras son el único instrumento de que disponen para luchar contra su propio caos interior y contra el desorden, no siempre aparente, que los rodea. Sin embargo, aunque el lenguaje humaniza, abre, paradójicamente, una brecha perpetua entre el ser humano y la felicidad primigenia.

Billy Wilder decía que lo más importante es tener un buen guión. En Martín (Hache) constituye una apoyatura básica, y solo su solidez salva la película de caer en un grave error que algunos han denominado "sobresaturación dialógica". Y es que aquí el guión es el pilar fundamental que sustenta el filme, en el cual minimalismo y teatralidad se dan la mano para crear un tipo de cine filmado, como Vicente Aranda dijo, "con actores y paredes".

Con todo, se echa en falta una mejor técnica de cámara, pues, lamentablemente, los encuadres no están a la altura del resto del filme, y la fotografía, paupérrima, ni siquiera es capaz de reflejar la belleza que, sin artificio, ofrecen ciertas realidades filmadas.